jueves, 29 de enero de 2009

Descartes y el relativismo cultural


Es verdad que, mientras no hacía sino considerar las costumbres de los otros hombres, “no encontraba apenas de qué estar seguro, y advertía casi tanta diversidad como antes la había observado entre las opiniones de los filósofos. De suerte que el mayor provecho que obtenía era que, viendo muchas cosas qué; aunque nos parezcan muy extravagantes y ridículas, no dejan de ser comúnmente admitidas y aprobadas por otros grandes pueblos, aprendía a no creer demasiado firmemente nada de aquello de lo que no se me había persuadido sino por el ejemplo y la costumbre; y así me liberaba poco a poco de muchos errores, que pueden ofuscar nuestra luz natural y volvernos menos capaces de escuchar la razón”. (Descartes, Discurso del Método I, 15)

Pero habiendo aprendido, desde el colegio, que no podría imaginarse nada tan extraño y poco creíble que no haya sido dicho por alguno de los filósofos; y más tarde, al viajar, habiendo reconocido que todos aquellos que tienen sentimientos muy contrarios a lo nuestros, no son por ello bárbaros ni salvajes, sino que muchos hacen uso, tanto o más que nosotros, de la razón; y habiendo considerado cuán diferente llega a ser un hombre, con idéntico ingenio, educado desde su infancia entre los franceses o los alemanes de lo que lo sería si hubiese vivido siempre entre los chinos o los caníbales (en la edición latina, “americanos”); y como hasta en las modas de nuestros trajes, la misma cosa que nos ha gustado hace diez años, y que tal vez vuelva a gustarnos antes de otros diez, nos parece ahora extravagante y ridícula, de suerte que son mucho más la costumbre y el ejemplo los que nos persuaden que algún conocimiento cierto, y que, sin embargo, la pluralidad de votos no es una prueba que valga nada para las verdades un poco difíciles de descubrir, porque es mucho más verosímil que un hombre solo las encuentre que no todo un pueblo: por todo ello, no podía escoger a alguien cuyas opiniones me pareciesen que debían preferirse a las de los demás, y me encontré como constreñido a emprender por mí mismo la tarea de conducirme. (Descartes, Discurso del Método, II, 4).